Yo, Milvus (historia de una sesión de hide)

Yo, Milvus (historia de una sesión de hide)

Fotos: Juan Carlos del Villar / Ramiro Díaz.

Empieza el día con el monte envuelto en nieblas. Los sonidos se amortiguan y las finas gotas de vapor que flotan suspendidas, transportan el olor a vida del bosque. Es una mañana típicamente invernal, pero las nubes extienden un manto protector sobre nosotros y mitigan la sensación de frio.

En el linde entre el bosque y el claro abierto del monte bajo, entre encinas, trata de ocultarse a nuestra vista una endeble construcción humana. Humanos… extrañas y caprichosas criaturas con las que uno no sabe a qué atenerse. En este mismo lugar, entre estas mismas encinas puedo ver desde mi atalaya cómo unas veces vienen armados con pólvora y ese traidor a la naturaleza que es el perro, persiguiendo a nuestros hermanos del suelo o del aire.

Otras veces como hoy,  no sé aún si sus disparos serán de los que hieren, o de los que nos roban nuestra imagen, nuestra esencia, nuestra alma. Quizá sea bueno que se la lleven. Que sigan con la ilusión de habernos robado, mientras nosotros seguimos libres, oteando todos los horizontes y riéndonos de sus fronteras mientras degustamos el aire. Quizá con esas imágenes puedan enseñarles a los suyos que este mundo no les pertenece solo a ellos.

Por eso no acudiremos a pecho descubierto. En otro tiempo, en otros lugares, el humano nos respetaba, compartíamos la tierra, el agua y el aire, nos ayudábamos, nos admirábamos. Pero no ahora. Es por eso que el humano también se esconde de nosotros.  Es por eso que ahora veo dos cañones que relucen con sus cristales circulares, como dos grandes ojos que nos miran y nos observan. Tan cerca… y tan lejos.

Hoy no parecen enemigos. Si quisieran hacer daño ya lo habrían hecho, pues la paciencia no es virtud común entre los humanos. Y sin embargo, desde aquí puedo ver comida. Hace dos días que mi pico no prueba apenas bocado y aquí en el monte no es de sabios desaprovechar las oportunidades…

En el bosque somos muchos. Hay humanos con el ojo de la naturaleza cegado por la prisa o por el gris de sus nidos de ladrillo y al no vernos, creen que no estamos. Yo puedo ver cómo alrededor del escondite nuestra gente pequeña se acerca, atraída por la comida que aquí nunca sobra. El escribano con su manto pardo y su paso confiado es el primero en llegar. Se encarama a una rama que parece colocada para ello y empieza a picar aquí y allá. El carbonero y el herrerillo, hermanados casi por plumaje, observan no muy lejos esperando su momento.  El petirrojo también, pero conociéndole, a buen seguro aguarda a que no haya nadie, pues tiende a ruborizarse en público.

Pinzones multicolor merodean tímidamente por el suelo, recogiendo alguna semilla que el carbonero dejó escapar.  Una mancha borrosa gris y negra se aproxima. La curruca de cabeza negra ha decidido que los humanos no se llevarán su alma, así que picotea nerviosa, aparece y desaparece en un solo parpadeo… pero ella consigue su propósito. De fondo puedo oir a su pariente la rabilarga. Si no fuera porque lo he visto con mis propios ojos, no me creería que esta grácil curruca, que más que volar va de mata en mata, es la única de entre la gente pequeña que confía en el humano hasta el punto de comer en su presencia.

Carbonero y  herrerillo aparecen y le dicen al escribano que es su turno. En el fondo es una delicia ver pelear por lo suyo a la gente pequeña, porque su orgullo no va a la par que su tamaño. Solo así entiendes cómo un diminuto verderón, con más nombre que cuerpo, desafía a todos proclamando que no quiere ser molestado mientras se sienta a la mesa. Esa resolución parece bastar porque en efecto le dejan solo: solo come y solo se va, con aires de grandeza. Para mi quisiera yo ese carácter.

Uno tras otro la gente pequeña viene y va, ocultándose entre los arbustos cercanos con su premio, sabedores de que otro feroz enemigo acecha desde lo profundo del bosque. Cuando hay comida, la hay para todos, piensa mi hermano el Gavilán, ese pequeño fantoche de telenovela que siega las vidas de aquellos que no se cuidan de mirar, aunque sea por un segundo, por encima de su cabeza.

El sol avanza en su camino circular y al hacerlo levanta en parte las nubes, con lo que el viento encuentra un resquicio y se cuela soplando frio sobre los que no se mueven.  Parece ser la señal, el toque de corneta para los piratas. El sonido les delata antes que la vista,  un bucanero nunca ataca en silencio. Una marea cian de encapuchados aparece en escena y reclama su botín a los cuervos os con frac que son las urracas, que incrédulas, retroceden ante el número -que no el valor-, de los rabilargos, corsarios alados. Con el mismo ruido que aparecen se van, pues el botín con alboroto es doble hazaña. Algún estornino se pregunta si no hubiera sido posible ser un poco más armonioso. Es fácil decirlo cuando tu voz sale de un coro de mil tonos instalado en la garganta.

Pero pronto queda claro el por qué de la desbandada. El escribano tomó nota de cómo el herrerillo miraba al petirrojo, asustado al ver cómo el carbonero se fijaba en los rabilargos que miraban al cielo justo antes de emprender la huida. El especialista cazador de ratones, con su mirada penetrante y su figura redondeada e imponente aterriza entre la muchedumbre para evaluar  la situación. Mira a un lado y a otro, calibrando con su mirada telescópica, cada movimiento, cada detalle. Decide que es mejor dejarlo pasar por el momento, y se eleva en el aire despegando entre aleteos firmes y potentes. Mientras su sombra se aleja, no sabe que a él sí que le acaban de robar el alma en una imagen.

Silencio. Calma. Soledad. Solo el viento se atreve a rellenar con susurros helados el vacío que ha dejado el ratonero. Es el momento que esperaba el pequeño pájaro sonrojado para aparecer furtivamente y robar los últimos bocados. De puro contento, al petirrojo se le sale el corazón del pecho.

Y yo, que no reuní valor suficiente más que para acercar mi cuerpo a  mi sombra en una pasada a ras de suelo, o para planear un asalto con robo aéreo, sé que cuando el humano recoja sus armas de imagen y haya partido lejos, liberando al bosque y a nosotros de su amenazadora presencia, podré por fin tomar tierra y tal vez reclamar mi parte, antes de que llegue el gran buitre con su hermandad de heraldos de la muerte para dar  buena cuenta de los restos.

Con mi cola de pez y mi falso valor. Con mi pálida mirada y mi porte real.

Yo, Milvus, a quien el viento declaró su juguete.

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