Las gaviotas nos acompañan en la travesía de más de dos horas que separa el puerto de Oropesa de las islas. Es temprano, es verano y hace muy mal tiempo: el cielo parece que se va a desplomar sobre nuestras cabezas…
De hecho casi lo hace: caen rayos sobre el mar.
Aún así, es un espectáculo ver cómo la quilla del barco sube y baja devorando las olas sin inmutarse, no como los que vamos a bordo…
A lo lejos se divisan ya las islas, como si fueran las muelas rotas de una boca submarina que afloran a la superficie, gastadas y resquebrajadas de masticar años de espuma y sal. Gotas de lluvia caen furiosas pero al mar nadie le gana en furia: como un espejo las escupe hacia arriba desdibujando el paisaje, que se convierte en un lienzo fantasmagórico, indefinido.
Por fin, llegamos a la Isla Grossa, la mayor del conjunto. Parece que el sol se despereza y nos permite admirar el perfil de media luna: ruinas de la batalla que el mar le ganó a éste antiguo volcán…
Los halcones de Eleonora nos regalan sus picados sobre el faro de la isla. Viven allí, esperando la parada y fonda de pequeños pájaros migratorios que buscarán allí descanso… aunque puede que lo encuentren eterno.
(fotomontaje de varias tomas)
La isla vista desde arriba es una gozada, y alberga sorpresas inesperadas, como la endémica lagartija de columbretes, y la argiope lobata, que teje su tela entre privilegiadas higueras con vistas al mar.
Pero la verdadera belleza de Columbretes está bajo sus aguas azules. Reserva marina donde meros y langostas encuentran reposo y tranquilidad… y donde los que nos adentramos como intrusos, encontramos un paisaje decorado por los rayos de sol que se sumergen como flechas.
¡Todo un mar de sensaciones!
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