Guardianes del estrecho

Guardianes del estrecho

Aplausos, sonrisas, felicidad.

El teatro está lleno hasta los topes de familias que disfrutan de las cabriolas y los saltos mientras comen palomitas y descansan un poco del agotador recorrido por el parque, a la sombra, dando tragos de un vaso de plástico con pajita. Suena la música, a veces un poco distorsionada, quizá demasiado alta. La voz del animador va presentando los números y pide más aplausos. Los niños gritan, ríen, alguno llora… hay mucho ruido y se contagia.

Los niños golpean con las palmas de las manos las gradas de cemento gris del teatro, se caen algunas palomitas. Otros se acercan al regazo de sus madres, buscando algo de descanso o simplemente de contacto. Otros suben el brazo y saludan efusívamente a los animales cuando pasan por su sector de grada. Más música, pelotas, aros, salpicaduras de agua… los cuidadores les dan pescados como recompensa, es su comida, su pago al trabajo bien hecho.

El espectáculo va llegando a su fin y a los niños les da pena que termine, pero salen corriendo  para la próxima atracción… demasiado rato sentados y empezaban a aburrirse un poco. Un niño resopla y tira la coca cola sin querer, se mancha… no importa, la excitación del momento. Otro niño salta de contento y más palomitas caen al suelo. No importa las hemos comprado.

No importa, hemos pagado para ver el espectáculo.

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Expectación, nervios, silencio.

El barco sale de la bahía y se adentra botando sobre las olas del estrecho, salpicando y rugiendo mientras atraviesa el agua de mar. Somos un grupo reducido, hay espacio entre nosotros y juntos emprendemos la marcha llenos de curiosidad. Suenan las olas y la brisa viene salada, el pelo se te alborota y empiezas a sentir lo salvaje. La voz del capitán te avisa de que vamos al encuentro y que por favor prestemos atención. Los niños callan y los adultos también. El silencio solo se rompe por el sonido de las olas. El silencio es la antesala de la emoción… y se contagia.

Los delfines nos detectan y son ellos los que se nos acercan. Sacan la cabeza del agua, no solo para respirar sino para vernos mejor. Son enormes, más grandes que los de los delfinarios. Su piel brilla al sol, suave, aunque salpicada de algunas marcas y arañazos que les hacen únicos. Cicatrices que cuentan vidas. Igual que las nuestras. Sus músculos son fuertes, y les propulsan a la misma velocidad que el barco. Resoplan por encima de la superficie. El capitán nos dice: “Contempladlos, maravillaos”. Y lo hacemos.

Los niños se aferran a las barandillas para asomarse todo lo que puedan sin caerse. La excitación nos envuelve a todos, pero no gritamos, no aplaudimos, solo sentimos que el corazón nos va más rápido de lo normal, y que bombea agua salda con espuma. Y es que estamos emparentados, somos mamíferos. Tenemos lenguaje, tenemos cultura, tenemos infinita curiosidad. Somos creativos, aprendemos y socializamos. Somos libres. A veces. Somos inteligentes. Solo unas pocas veces.

Delfines y calderones nos rodean, disfrutan de nuestra compañía, juegan con nosotros. No nos necesitan, ya han cazado su comida diaria o cazarán después, solo están ahí por mera curiosidad. Tampoco necesitan aros o pelotas.

Ahora nos permiten su compañía. Nos disfrutamos mutuamente. Tiene plena conciencia de nosotros y de sí mismos. No hay muchas especies animales que puedan decir eso.

Una cría gira sobre sí misma y sube su aleta, parece que nos saluda, ¿lo estará haciendo? Se acerca a su madre, nada con ella, busca su protección, su contacto. En realidad todos buscan contacto, necesitan tocarse, sentirse parte del grupo.

Se oyen resoplidos, el agua sale a borbotones por su espiráculo, y las burbujas se evaporan en el aire. Chasquean, emiten sonidos agudos, hablan entre ellos… ¿qué dirán? Uno de ellos choca la aleta caudal contra la superficie varias veces, como si estuviera aplaudiendo, como si estuviera contento… ¿lo está? Se aburren de nosotros, sestean… nos permiten compartir ese momento, en mitad de la marea de reparo que sugiere calma para cuerpo y mente. Todos le hacemos caso.

El espectáculo va llegando a su fin, el grupo se reúne y nos rodea una vez más, nos mira una vez más. Los niños no gritan, solo el alma desbocada por dentro, impregnada para siempre. Los ven alejarse con pena y se preguntan cuándo podrán volver a verlos. No ha habido coca-cola ni palomitas, nadie se ha acordado de comer ni de beber.

No importa, hemos pagado para descubrir qué era la libertad.

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El estrecho de Gibraltar es una franja que en su parte más próxima separa unos 14km  Tarifa de Marruecos, y que conecta el Atlántico con el Mediterráneo. Aquí puede divisarse África navegando por sus aguas. Grupos de delfines de diferentes especies (mulares, comunes, listados), calderones, orcas, cachalotes e incluso rorcuales, surcan de paso sus aguas o residen allí, donde encuentran alimento en abundancia (grandes atunes y calamares), aunque quizá perciban algo más: un lugar con una energía especial difícil de explicar, encuentro de placas, de continentes, de mares y de culturas. Un espacio donde celebrar su libertad.

Todo mi agradecimiento a Gema y Aurelio, de Marina Blue Tarifa,  guardianes del estrecho que demuestran con su ejemplo que se puede compaginar negocio y turismo con el cuidado del mar, la divulgación, el respeto y el amor infinito por las criaturas que lo habitan, a bordo de su “Miamita“.

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Cuando conoces la libertad, ya no toleras el encierro.

 

Galería de Fotos.

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