Cuando el río (no) suena: Irati, una mirada interior.

Cuando el río (no) suena: Irati, una mirada interior.

Irati: cuando el río (no) suena. Una mirada interior.

 El río Ebro ostenta dos importantes distinciones. La primera es etimológica: el Iber (Ebro) es el origen del nombre de nuestra península: Iberia. La segunda es cuantitativa: es el río más caudaloso de España. Y lo es gracias a la aportación -entre otros- de uno de los ríos de cabecera más largos de Navarra: el IRATI.

Sus más de 80 km atraviesan los valles de Aezkoa y Salazar, en las estribaciones de los Pirineos, y a su vez dan nombre a uno de los espacios forestales más espectaculares que pueden disfrutarse en Europa: la SELVA DE IRATI, un bosque mixto donde predominan hayas y abetos (aunque curiosamente es el helecho el que le presta el nombre vasco a Irati), que en otoño dan forma a un ambiente místico donde es fácil abandonarse a los sentidos.

El Irati es la sangre que irriga esta selva, el alma que está detrás de las cascadas, del color y de la magia.

Pero si Irati no late, no hay paraíso.

Con algo más de 17mil hectáreas, la Selva de Irati es el segundo hayedo-abetal mejor conservado de Europa, después de la Selva Negra de Alemania. Un inmenso monumento natural, que todo amante de la naturaleza y todo fotógrafo debería visitar al menos una vez en la vida.

Con la mochila cargada de expectativas me asomaba a este bosque a finales de Octubre, coincidiendo con el día de todos los Santos… también conocido como Halloween.

Como fotógrafo de naturaleza, afilaba mi gran angular, mi filtro polarizador y mis ganas de sumergirme en un ambiente húmedo, lleno de color, con saltos de agua que engalanaran el otoño mágico de este bosque mítico.

Pero la naturaleza tenía otros planes para mí.

El luminoso de la carretera me ponía sobre aviso: “PELIGRO DE INCENDIOS”. “Estará desactualizado, desfasado” —pensaba yo —. Sin embargo al adentrarme en la selva, mis peores temores se hacían realidad: mis botas, lejos de humedecerse o embarrarse, levantaban polvo a mi paso; el mismo que desprendía el musgo de las cortezas de los árboles cuando las rozaba. Para quien ha conocido y fotografiado otoños “de verdad”, este ambiente, huérfano del murmullo de los saltos de agua, del envolvente olor del bosque húmedo, con temperaturas casi veraniegas y con el color de una primavera apagada, era impropio, incómodo, asfixiante… casi amenazante.

Si eres honesto, fotografiar es, en esencia, plasmar en imágenes lo que sientes. Si no lo eres, no importa: tus fotografías acaban mostrando más de ti mismo que de lo que estás fotografiando realmente. Y esto es interesante, porque hay verdad y desnudez en ellas.

Quizá esta sensación de inquietud e incomodidad azotaba mi mente y retorcía más de lo que ya estaban los troncos nudosos del bosque encantado, totalmente tapizados de musgo. Como dedos afilados, daban la sensación de querer atraparte y asfixiarte con una belleza peligrosa.

¿Y si tu actitud y tus pensamientos atraen esa misma energía? Solo así podría  explicar que los únicos hongos que me encontrara fueran yesca, utilizada desde tiempos inmemoriales para prender fuego.

Como si fuera una escalera, me imaginaba que los duendes trepaban por los peldaños de yesca para esconderse en el techo del bosque y burlarse de mí desde arriba.

El bosque me transmite una sensación extraña. Una soledad acompañada en la que no necesito mucho más. Las enormes hayas de tronco gris y porte melancólico llevan mucho tiempo hundiendo sus pies nudosos en la tierra; son de esos seres con los que puedes estar cómodo sin necesidad de decir nada. No quieren hacerte pequeño… es que directamente, a su lado, lo eres.

¿Se puede uno aburrir de bosque? La respuesta es sí. Aburrirse es terapéutico, es un abandono consciente que solo puedes hacer ante la falta evidente de estímulos. Sin compañía, sin sonidos, sin cobertura, sin prisas, sin movimiento. Quedarse parado en medio de un bosque, observando, sintiendo, respirando y dejando que el bosque te cale y entre en ti. Como David Haskell en su ensayo “En un metro cuadrado de bosque” (finalista del Pulitzer en 2012), me sentía conectado desde las raíces de las hayas, hasta el aire suspendido entre nosotros.

Al caminar, notaba cómo las hojas se quejaban con un crujido (seco, cómo no), pero al detener mis pasos, el mismo crujido las hacía volver lentamente a su ser. Algún tímido pájaro se acercaba curioso a verme, y algunas hojas mecidas por una brisa suave parecían saludarme desde los brazos de sus ramas. Todo en orden, como mis pensamientos, que alejados del ruido y del frenesí del hiperestímulo, se iban colocando y asentando en mi interior. Cada minuto aquí se transformará en semanas de paz durante los próximos meses o años de mi vida.

En el corazón de la selva de Irati se encuentra el embalse de Irabia, cuya raíz etimológica sigue rindiendo homenaje al helecho. En las laderas que lo custodian, cuyas orillas descarnadas delatan la escasez de agua, lenguas de abetos avanzan y se incrustan como un glaciar entre el hayedo. El color debería distinguirlas pero las altas temperaturas, la falta de agua… han hecho que este año el verde permanezca aún en las hojas y nos prive del espectáculo visual de una segunda primavera llena de colores.

Pero los efectos del no-otoño son aún más graves para los árboles, ya que las hojas terminarán cayendo por puro estrés hídrico, y su tesoro verde, la clorofila, no podrá ser almacenada en los troncos en su totalidad. El anillo interior que contará la historia de este año será más estrecho.

A punto ya de dejar Irati, con la sensación de haber visitado una impresionante catedral, pero con andamios, el suelo levantado y pintada de grafittis, el último día la naturaleza quiso dejarme un atisbo de lo que puede ser el otoño en estos valles. La mañana se desperezaba con un fino manto de niebla, que no es otra cosa que vapor de agua suspendido.

Si la mañana te enseña este camino… tú entras.

Por fin el agua impregnaba el bosque, mis botas y mis sentidos. Y mi energía. Ahora sí podía mirar con otros ojos. Y se hizo el color y la luz. Y las gotas y el murmullo de un arroyo y los helechos mojados, y el tapiz de hojas del suelo que ya no crujía sino que resbalaba. Y las setas de los cuentos, que vinieron a rescatarme y a obligarme a desempolvar el objetivo macro de la mochila.

Y los caminos inciertos que te invitan a adentrarte sin saber adónde, y los sonidos amortiguados por la niebla, y los rincones mágicos de más cuentos.

¿Ha cambiado el bosque? ¿Se ha transformado? Probablemente, pero sobre todo ha cambiado la actitud, la forma de latir y de sentir y, con ella, inevitablemente, el arma secreta del fotógrafo: su mirada. Somos estaciones de recepción-emisión. Captamos ondas, energías, las procesamos en nuestro interior y las emitimos convertidas en ondas visuales a través de nuestras composiciones fotográficas. Nuestro espíritu es la parte más delicada e importante del equipo.

Y donde antes solo había hojas, donde antes solo había ramas y troncos, empiezas a apreciar arte.

Irati: te dejo por ahora. Quiero volver a verte, no olvides crecer en mi ausencia y regar este mágico lugar para que podamos seguir llamándolo “selva”.

GALERÍA

 

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *