Había oído hablar de las islas hace tiempo, pero no había considerado una visita hasta este año. El trayecto desde la costa es de algo más de dos horas, que transcurren entre el  incesante vaivén de las olas. Algunos peces voladores nos hacen creer en lo increible con su aleteo por encima de la superficie. Las olas suben y bajan el barco, y el mar sonríe mientras te obliga a ser consciente de tu propia insignificancia…

A lo lejos aparece por fin difuminado el perfil de uno de los cuatro grupos de islotes de las  “islas de las serpientes“, o Columbretes.  Sobre la isla “grossa”, el faro, vigilando como único vestigio de la mano del hombre en un paraje en apariencia desolado… en apariencia.

El barco bordea la isla y poco a poco, las olas dejan paso a una lámina de agua calmada mientras el horizonte se curva en un enorme paréntesis rocoso, como separando el mar abierto de la paz interior que abraza la isla grande. No deja de ser paradójico, que sea un antiguo volcán el que tenga que mediar para calmar las aguas.

Miras al fondo e intuyes otro mundo. Te sumerges y lo compruebas. Los rayos del sol se filtran oblicuos desde la superficie , y dibujan líneas sobre este mundo azul que te sobrecoge y te maravilla.

Otros seres te dan la bienvenida, te miran curiosos, te aceptan en su medio porque se saben superiores… y porque leen que bajas aquí con respeto y admiración. Con la batalla del oxígeno perdida de antemano, no puedes hacer otra cosa que explorar y admirar en paz. Es una experiencia casi amniótica.

Hay quien vuela sobre el mar, con las alas abiertas, al descubierto, lanzándose al vacío sobre el volcán azul.

Otros vuelan en su interior, deslizándose sobre las aguas y abriéndose camino entre nubes de burbujas.

 

Todos soñamos con una cosa: volver al volcán azul, a la isla de las serpientes.

Islas Columbretes, Reserva Marina.